La emancipación tiene una pena. Un castigo, me
refiero, que no figura en el Código Civil y que –dicho sea de paso- de
civilidad no tiene nada. La mentira más grande que nos regaló el feminismo
(llamémosla utopía) es la presunta igualdad entre varones y mujeres. Ese grito
de guerra que nos fortalece en las trincheras (WeCanDoIt!) puede convertirse también en una trampa agobiante.
Creernos capaces de hacerlo todo, el lado oscuro del empoderamiento.
Es cierto que las minas hemos ganado terreno en el
ámbito laboral, salimos a demostrarle al mundo que somos capaces de casi todo:
jugar al fútbol, arreglar cueritos, diseñar edificios, manejar un taxi, ser
jefas además de secretarias. Ponemos el cuerpo, metiendo horas y fuerza de
trabajo a la maquinaria capitalista, pero cuando se termina la jornada y te
sacas el maquillaje, no te esperan las pantuflas ni el control remoto sino las
hornallas, ansiosas de que por fin conviertas ese departamento frío en un
hogar. Porque esa casa en la que no estás sola, sino que compartís con otros
seres humanos, entre ellos tu marido, mantiene con vos una relación de
enfermiza dependencia. La organización completa de la familia tambalea el día
que no estás. Compras, comida, tarea escolar, trámites, ropa sucia, todo tuyo.
Ahí sí nos regalan el cargo de JEFA. Jefas del hogar. Amas de la casa.
Domésticas, bah.
En este punto conviene aclarar que quien suscribe
tiene una empleada-niñera-señora-que-ayuda-en-casa. Y aunque resulta un
verdadero alivio, no alcanza. Mi lista de asuntos pendientes excede largamente
las 8hs. remuneradas de Ángela. Y además, a mí ese laburo no me lo paga nadie.
Años de terapia y la culpa intacta. Militar la
igualdad, tuitear con furia antipatriarcal y tener que plantar la bandera
feminista en el umbral de casa. En el palier. Para dejar las bolsas del súper
en el piso, buscar la llave y entrar al departamento a las corridas. Son las
siete de la tarde, acabo de pasar por el chino y todavía ni sé qué voy a
cocinar esta noche. Mi hijo reclama su baño de inmersión, abro la ducha, me
seco las manos mientras descongelo unos churrascos y me agendo que mañana tengo
turno con el ginecólogo. Mi día arrancó hace 14 horas, la siesta te la debo, es
jueves y a este ritmo no estoy segura de llegar viva al fin de semana.
¿Dónde está escrito que soy la responsable si se acaba
el detergente? ¿En qué manual se detalla que el cuaderno de comunicaciones lo
revisa mami? ¿El reglamento de copropiedad dice expresamente que la mujer es la
que paga las expensas? La farsa esa de Juntos
a la par sólo aplica a los primeros años de pareja, mientras dura el
enamoramiento. Después, a matarse a ver quién lava los platos. Y si tenemos la
suerte o el mérito de haber elegido un compañero voluntarioso, nos rendiremos a
sus pies al primer “te” saco la basura y sentiremos que de algo sirvió la
lucha.
El tema es que la nuestra es una emancipación
negociada. Lo entendí el otro día cuando, en un arrebato de entusiasmo decido
ir al teatro con amigas. Me sobrepongo al cansancio, tacos, jean, una blusa y
labios color carmín. Diosa. En casa queda mi marido que, por hoy, hará de
niñero. “Todo bien amor, diviértanse. ¿Qué nos dejaste de comer?”.
Lluvia de chanes. Cruzo el umbral, la bandera violeta aún
flamea sus principios de igualdad en el palier. De golpe me siento empoderada:
“No dejé nada mi vida, no puedo con todo”.
I CAN`T DO IT!
Valeria Sampedro
(Nota publicada en la revista ParaTi el 22/7).