Solía creer que si no
había sexo de por medio no contaba como infidelidad. Cuánto podía interferir en
mi relación de pareja el coqueteo virtual con un avatar, o dos. Así arrancó
todo. Un poco por curiosidad, tal vez otro poco para alimentar la autoestima
(me habían dicho que era tan fácil como abrirse una cuenta, inventar unas
cuantas frases ingeniosas y empezar a cosechar corazones).
me gusta me
gusta me gusta me gusta me gusta me gusta me gusta me gusta me gusta me gusta
me gusta me gusta me gusta me gusta me gusta me gusta me gusta me gusta me gus
En seguida comprendí
la dinámica tuitera: mechar comentarios deliberadamente insignificantes con declaraciones
de principios; militar causas justas y compartir comidas, tragos; cafés con
dibujitos en la espuma, fotos de gatitos. Y a los que critican, insultan o
descalifican, se los bloquea. No molestaba a nadie con mi experimento millenial
y pronto conseguí una tribuna siempre dispuesta para la ovación. Mis endorfinas
agradecidas.
De a poco fui
intensificando mi participación. Me aprendí todos los tics. En mi flamante
círculo de contactos aparecieron un par de sujetos que me llamaron la atención,
encantadores, simpáticos, inteligentes y progresistas –quien puede resistirse. La
omisión de sus perfiles sólo abonaba mis fantasías del morocho perfecto, ni se
me ocurría imaginar a esos tipos con mujer e hijos, tuiteando a escondidas
desde el baño o en el subte y con olor a chivo. Hubo un flirteo inicial aunque
no llegué a intimar con ninguno (quiero decir, nunca nos mandamos un DM), pero
adquirimos el hábito de arrobarnos al menos una vez al día y alcanzamos un nivel de confianza que logró
perturbarme. Algunas noches compartíamos la cena mientras hacíamos zapping
online. Llegue a sentir que tenía a esa gente sentada en mi living.
Un bocado, un tuit. Un
pensamiento, un tuit. La más mínima anécdota, un tuit. Dicen que hay gente que vive sólo para
contarlo en tuiter; que se pone la alarma del reloj para tuitear en los
horarios “pico” y se dedica a chequear el minuto a minuto de su popularidad
tras cada posteo. La espiral de fascinación se parece bastante al onanismo.
¡Largá el celularrrrrrr!
Creo que en un momento
me asusté. Empecé a asquearme de tanto exhibicionismo. Cuál es la necesidad de
estar contando cada cosa que se me pasa por la cabeza o, peor, de pensar cómo
contar con gracia que mi pelo está indomable por culpa del frizz, que leí tal
libro, que estoy indignada con el aumento de tarifas, que se me pegaron los
fideos, que pisé una baldosa floja con mis zapatos nuevos o que como ayer me
acosté temprano soy mi abuela.
Llevé el tema a
terapia cuando descubrí que mi marido me stalkeaba. La aventura había dejado de
ser inofensiva. Su único reproche fue por qué había compartido en las redes y
no con él que nuestra banda favorita acababa de sacar una nueva canción. Fue
una gran escena de celos la suya. Me sentí expuesta y avergonzada. Igual le
hice un escándalo, negué todo y lo acusé de invadir mi “privacidad”. Qué tupé
indignarme ¿no?
Valeria Sampedro.
Nota publicada en revista ParaTi (22/9/17)
Muy bueno!!! Igual está bueno hablar de libros y de comidas. Hay cosas que esta bueno compartir.
ResponderEliminarHola para los que somos mayores de 50, podrías explicar que significa stalkeaba? Muy bueno el texto.
ResponderEliminarMuy lindo relato
ResponderEliminar