sábado, 23 de julio de 2016

Mi vida como doméstica

La emancipación tiene una pena. Un castigo, me refiero, que no figura en el Código Civil y que –dicho sea de paso- de civilidad no tiene nada. La mentira más grande que nos regaló el feminismo (llamémosla utopía) es la presunta igualdad entre varones y mujeres. Ese grito de guerra que nos fortalece en las trincheras (WeCanDoIt!) puede convertirse también en una trampa agobiante. Creernos capaces de hacerlo todo, el lado oscuro del empoderamiento.

Es cierto que las minas hemos ganado terreno en el ámbito laboral, salimos a demostrarle al mundo que somos capaces de casi todo: jugar al fútbol, arreglar cueritos, diseñar edificios, manejar un taxi, ser jefas además de secretarias. Ponemos el cuerpo, metiendo horas y fuerza de trabajo a la maquinaria capitalista, pero cuando se termina la jornada y te sacas el maquillaje, no te esperan las pantuflas ni el control remoto sino las hornallas, ansiosas de que por fin conviertas ese departamento frío en un hogar. Porque esa casa en la que no estás sola, sino que compartís con otros seres humanos, entre ellos tu marido, mantiene con vos una relación de enfermiza dependencia. La organización completa de la familia tambalea el día que no estás. Compras, comida, tarea escolar, trámites, ropa sucia, todo tuyo. Ahí sí nos regalan el cargo de JEFA. Jefas del hogar. Amas de la casa. Domésticas, bah.

En este punto conviene aclarar que quien suscribe tiene una empleada-niñera-señora-que-ayuda-en-casa. Y aunque resulta un verdadero alivio, no alcanza. Mi lista de asuntos pendientes excede largamente las 8hs. remuneradas de Ángela. Y además, a mí ese laburo no me lo paga nadie.

Años de terapia y la culpa intacta. Militar la igualdad, tuitear con furia antipatriarcal y tener que plantar la bandera feminista en el umbral de casa. En el palier. Para dejar las bolsas del súper en el piso, buscar la llave y entrar al departamento a las corridas. Son las siete de la tarde, acabo de pasar por el chino y todavía ni sé qué voy a cocinar esta noche. Mi hijo reclama su baño de inmersión, abro la ducha, me seco las manos mientras descongelo unos churrascos y me agendo que mañana tengo turno con el ginecólogo. Mi día arrancó hace 14 horas, la siesta te la debo, es jueves y a este ritmo no estoy segura de llegar viva al fin de semana.

¿Dónde está escrito que soy la responsable si se acaba el detergente? ¿En qué manual se detalla que el cuaderno de comunicaciones lo revisa mami? ¿El reglamento de copropiedad dice expresamente que la mujer es la que paga las expensas? La farsa esa de Juntos a la par sólo aplica a los primeros años de pareja, mientras dura el enamoramiento. Después, a matarse a ver quién lava los platos. Y si tenemos la suerte o el mérito de haber elegido un compañero voluntarioso, nos rendiremos a sus pies al primer “te” saco la basura y sentiremos que de algo sirvió la lucha.

El tema es que la nuestra es una emancipación negociada. Lo entendí el otro día cuando, en un arrebato de entusiasmo decido ir al teatro con amigas. Me sobrepongo al cansancio, tacos, jean, una blusa y labios color carmín. Diosa. En casa queda mi marido que, por hoy, hará de niñero. “Todo bien amor, diviértanse. ¿Qué nos dejaste de comer?”.

Lluvia de chanes. Cruzo el umbral, la bandera violeta aún flamea sus principios de igualdad en el palier. De golpe me siento empoderada: “No dejé nada mi vida, no puedo con todo”.
I CAN`T DO IT!

Valeria Sampedro
(Nota publicada en la revista ParaTi el 22/7).