lunes, 29 de septiembre de 2014

La banalidad del aborto

"Puedo decir con sinceridad que el aborto fue una de las decisiones menos difíciles de mi vida. No peco de frivolidad al decir que tardé más tiempo en decidir qué mesada ponía en la cocina que si estaba preparada para ser responsable de un futuro ser humano el resto de mi vida” confiesa Caitlin Moran en su libro Cómo ser mujer. Y desata un escándalo en mi cabeza.

Foto: La Garganta Poderosa
Ojos abiertos, desorbitados y la birome que subraya frenética todo el párrafo. Más envidiosa que indignada por su revelación a bocajarro, me pregunto cómo se logra decir semejante bestialidad tan a la ligera sin temer que te salte encima la horda “pro vida” y te escrache con un juicio moral en la vía pública.

Sigo atónita. “Ni por un segundo pienso que debería tener este bebé. No tengo ningún dilema, ninguna decisión terrible que tomar. Se con serena certeza que no quiero otro niño ahora, del mismo modo que se que no quiero ir a la India, ni ser rubia, ni disparar un arma”.

Hicimos los deberes como feministas. Suscribimos a la campaña por el aborto legal, seguro y gratuito. Apoyamos el abrazo al Congreso para que de una vez haya un debate serio y no se cajonee el proyecto de legalización. Repetimos la cifra del espanto como un mantra: Medio millón de abortos al año, se calculan, sólo en Argentina. Pero nos sobra recato para gritar que queremos decidir sobre nuestro propio cuerpo. Y si la que lo dice lleva puesta una panza de siete meses, agarrate Sofía. "Yo, más que a favor del aborto, estoy en contra del aborto clandestino", sostuvo la hija de Moria para después aclarar: "Yo nunca aborté pero porque tengo la posibilidad de elegir. Tengo la posibilidad de prevenir, de informarme, tengo una educación sexual necesaria y por eso no llegué a esa instancia. Pero no todo el mundo está en esas condiciones".

Tremenda repercusión mediática y eso que no se metió con el puñado de mujeres que sí sabíamos cómo cuidarnos, que tenemos secundario completo, facultad, años de terapia y controles ginecológicos regulares, y de todas maneras, por un error fatal, nos embarazamos y dijimos No.

Primero lo urgente. Dar respuesta a la enorme cantidad de mujeres que atravesó el horror teniendo que recurrir a tugurios clandestinos sin las mínimas condiciones de seguridad y asepsia, desangrándose, infectadas, aterradas y criminalizadas por el sólo hecho de haber decidido que no querían ser madres. Porque la estadística oficial marca que en nuestro país cada año mueren 100 mujeres por prácticas de abortos inseguros. Pero el debate admite, o mejor, necesita también indagar sobre el dilema moral que implica el aborto. Qué tal si dejáramos de plantearlo como algo indefectiblemente traumático, esa especie de salvedad cada vez que se nombra la mala palabra “es terrible, ninguna mujer pasa por esto a la ligera”.

Retomamos el subrayado furioso sobre el libro de Caitlin, manual de Cómo ser Mujer, página 311. Abortos “buenos” y “malos”. Una adolescente violada y/o una madre cuya vida peligra por el embarazo tienen permitido el aborto. Casi que podrían lograr no quedar estigmatizadas. Del lado oscuro aparecen los abortos reincidentes, o abortos en avanzado estado de gestación, o peor aún provenientes de mujeres-madres que deciden abortar. Esas son lo peor.


¿Y si no, qué? Si admitimos en voz clara y a los gritos que la decisión fue simple, a secas (sin lágrimas) y del todo racional. Un trámite que nos hubiese encantado no haber tenido que hacer, y aun así no hay un dejo de nostalgia por esos escarpines que no quisimos tejer. 

Valeria Sampedro.

martes, 23 de septiembre de 2014

El patriarcado estético, o como nos quemaron la cabeza II. DEPILACIÓN A LA CARTA

Frida debe haber sido la única. Llevar el bigote con suficiencia es algo que no nos fue dado al resto de las mujeres sobre la faz de la tierra. Excepto Flor de la V.

Estás hablando con alguien, no importa, una amiga, la vendedora, la recepcionista del consultorio, una compañera de facultad, con tu propia tía y la maldita no te mira a los ojos. De pronto fija su vista justo al costado de tu boca, en la comisura, abre los ojos grandes y ahí se queda, como extasiada mientras vos gesticulas en un limbo que ya nadie escucha, ni vos misma, porque sabes, está claro que esa yegua está mirándote la sombra, la pelusa, tu bozo.

El pelo como una malformación. El enemigo público al que hay que eliminar como sea, no importa si quema, si duele, si te lastima hasta sangrar. Lo que importa es que no esté. Por ellos, pero sobre todo por nosotras, o mejor dicho por ellas (las exégetas del patriarcado). Porque podes tener un poco de celulitis, ok. Pero ¡depilate sucia! ¿O sos feminista?

Los campos de concentración de belleza, también llamados centros de estética te arman combos en seis cuotas sin interés. Y si pagas en efectivo hay descuento: pierna entera-cavado profundo-brazos-tira de cola, todo por trescientos mangos. Al mes.

Las que resistimos en la intimidad nos volvemos militantes en invierno –poniendo a prueba ya que estamos la fidelidad y amor de novios/maridos- y cedemos ante la presión y los avisos de desodorante Dove con axilas como pétalos de rosa.

Pao Lin, amiga virtual y activista lesbitransfeminista (si, las tiene todas y por si fuera poco se dejó la barba!!) hace poco escribió una columna buenísima en Las 12 sobre su chiva incipiente y el regodeo ante el espanto de los otros. “La no depilación coloca a la mujer en el ámbito de la monstruosidad, o la desplaza al lugar de fenómeno de circo. Vivir sin ceder a las presiones de las distintas ofertas de depilación definitiva o temporal es una lucha cotidiana en cualquier ámbito, y la depilación, cuando es una práctica obligatoria, se convierte en una forma más de imponer violencia sobre los cuerpos de las mujeres”.

La verdadera revolución feminista, la batalla final con la que daremos la estocada será ese día en que salgamos en minifalda sin necesidad de haber pasado inmediatamente antes por la prestobarba.

Valeria Sampedro.

viernes, 12 de septiembre de 2014

El patriarcado estético, o cómo nos quemaron la cabeza.

Yo mujer. Yo feminista, libertaria de almas cosificadas salgo a la calle -dedo acusador en alto- y tomo nota. Necesito material para mi blog. Publicidades sexistas, incumplimiento de la ley de talles, pegatina prostibularia, piropos acosadores. 
El periodismo de denuncia me sienta bien.

Agazapada frente a la vidriera de un local de lencería, mientras apunto mi diatriba en contra de los push up y las tanguitas cinthia fernandez, se aparece Griselda reflejada en la marquesina de la parada del 39. Es la cara de la nueva línea de ropa interior Selú. La ves, la escrutas -cada centímetro de ese pedazo enorme de afiche- y se te dibuja una mueca maligna, un extraño regodeo ante la textura de una piel sin photoshop: lunares, un pliegue, el asomo de una estría. De pronto algo incomoda. Doblemente me incomoda. No tanto que la Siciliani tenga imperfecciones, sino ¡que Selú decida mostrármelas!

Qué clase de síndrome de Estocolmo me hace sentir estafada si mi celebrity se atreve a exhibir un rollo. Porque podemos soportar a un puñado de señoras gordas jugando a ser modelos por un día y haciéndonos creer que el mundo fashion tomó conciencia de los estragos que viene haciendo en nuestras cabezas -la chusma de peluquería que llevamos dentro celebra la idea de un desfile con mujeres reales una vez al año y auspiciado por el suplemento femenino del diario- pero déjennos seguir creyendo que esos culos de tapa son posibles. Si esto es una utopía… quiero morir en ella!

El sociólogo Pierre Bourdieu habla sobre ese estado permanente de inseguridad corporal y lo llama alienación simbólica. El daño está hecho. Queda el escarnio público. O salir corriendo a abrazar a Griselda por su valentía, por su insolencia y su autoestima. Gracias Gri.

Valeria Sampedro.