Nadie nunca
imaginó que pudieran terminar siendo amantes. Ni ellos mismos. De hecho no
llegaron a serlo, aunque estuvieron a un paso. La cita había sido pautada con
anticipación: el próximo viernes, acordaron. Por la tarde. Aún no estaba
definido el lugar, ni si tomarían café, helado o cerveza. Ella le advirtió, la
cerveza me desinhibe, no sé si podrás soportarlo. El retrucó, por qué no.
Se conocían
desde hacía años, aunque apenas sabían el uno del otro. De hecho se gustaban,
pero era una empatía más bien estética despojada de tensión sexual. Así que
aquella mañana en que por casualidad coincidieron en un bar y ella le contó que
su matrimonio se venía a pique, él lo lamentó sinceramente y cuando la
conversación se adentró por los oscuros senderos de las relaciones él terminó por
confesar que no estaba enamorado de su mujer.
Pasaron meses hasta que empezaron
a buscarse. Tan tímidamente que ninguno recuerda quien fue primero.
De los
corazones y likes pasaron al chat
privado y enseguida al teléfono. Pronto sumaron horas de conversación; sobre sueños,
obsesiones, historias familiares, intercambio de canciones, chismes de gente
que conocían en común. A la semana ella tenía un nudo en la boca del estómago y
demasiados problemas como para jugar a la adolescente que vive pegada al
celular pendiente de que le escriba el chico que le gusta. Él se empeñaba en
ser adorable y algo más cauto. Por fin una tarde se animó, si querés nos vemos.
Tres minutos después ella respondió: Si, quiero.
Ella imaginó mil
escenas posibles. Todas terminaban con un beso. Él, nadie sabe bien qué habrá
pensado, o temido, porque unas horas antes del encuentro le avisó que había
surgido un trámite. Que mejor ni el café.
Valeria Sampedro.
#microhistoriasdeamor
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