Estoy atravesando un dilema existencial vinculado a mi flamante afición culinaria.
Es raro, pero desde hace un tiempo no hago otra cosa que mirar canales gourmet,
mi vieja moleskine se llenó de recetas y tips, el super se ha vuelto un paseo
de compras, ahora uso sal marina. Ser activista de la lucha por los derechos de
las mujeres durante el día y cuando cae la noche un encanto de ama de casa,
horneando la cena, no parece aconsejable para una feminista en vías de
desarrollo. ¡Si hasta me hice una huerta en el balcón! De pronto convertida en
jardinera, mi cilantro, mi romero, mi
menta, mi ciboulette.
Huevos rotos, con croutones y rúcula o sopa de calabaza con jengibre (las
influencias palermitanas me han vuelto un ser sospechoso frente a la militancia
más dura). El problema no tiene que ver con cuál de esos platos me sale mejor
-los dos los hago riquísimos- sino con una culpa de género, una sororidad
interior que busca rescatarme de la esclavitud del cucharon. La angustia del souflé
sin grumos viene a empeorar las cosas en estos días de desasosiego y
cuestionamiento permanente. No hay caso. Y me lanzo a picar cebollas, para
llorar tranquila sin tener que dar explicaciones a nadie.
Hay algo de síndrome de Estocolmo en haber vuelto, sin que me llamen, al
lugar doméstico que rechacé a modo de autodeterminación y libertad apenas descubrir
a Olympe de Gouges y Simone de Beauvoir. El patriarcado debe tener que ver con
todo esto, estoy segura. No parece casual que la tele se haya llenado de
maestros chefs, pretendiendo invertir la carga de la prueba. Basta con hacer un
poco de zapping al mediodía, mirar los canales utilísimos o ver el reality de Peluffo
para entender que los varones coparon las hornallas. Y a una le da celos, hay
que decirlo, verlos condimentar tan sueltos, dando consejos de cómo filetear un
lenguado. A ver si encima de todas las batallas que nos falta librar a las
mujeres, no tenemos que salir ahora a exigir el cupo femenino en la cocina.
Paren muchachos, ese lugar ¡¡es nuestro!!
En plena introspección me asaltan por detrás los brazos de marido hechos
abrazo para elogiar las costillitas de cerdo que acaba de comerse. Entendió
todo y sabe al pie de la letra cómo desactivar mi remordimiento:
1. se
pone a lavar los platos
2. me
tiende “La mano de Marguerite Yourcenar” un libro ¡de recetas! que revela cómo
una intelectual que de hecho fue la primera mujer en ingresar a la Academia
Francesa era además una excelente cocinera.
Y pregunta, qué vas a querer que te regalemos para el día de la madre,
amor? Entonces, el nudo en la garganta se deshace. Lo pienso, lo necesito, no
debo. Sé que sería un gravísimo error pedir la minipimer. Me muerdo, no voy a decirlo... No lo digo.
Valeria Sampedro.
(nota publicada en Revista Para Ti 23/10/15)
La cocina es un laboratorio de magia,somos brujas (en el buen sentido, si es que lo hay), magas. Que linda nota Valeria, y que lindo final.
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