Mucho
se ha escrito sobre el momento en que los chicos crecen y se van, la casa queda
grande y ese par de viejos conocidos se reencuentra, vuelven a mirarse, a
reconocerse –o desconocerse por completo-. Temores, ausencias, el abismo que supone
el tiempo libre, el mismísimo paso del tiempo, bah.
Pero
qué tal si hablamos un rato del nido lleno. Del desorden permanente, los
juguetes desparramos en cada maldito rincón; el griterío, televisores
prendidos, saqueos a la heladera, migas en la cama, peleas por el baño, el
living convertido en estadio de fútbol. Puedo seguir eh... De pronto una
intenta comprender en qué momento aquel nidito de amor se convirtió en un nido
de caranchos, lleno de pibes con olor a pata y asume que todavía falta mucho ¡pero
muuucho! para el famoso nido vacío.
La metamorfosis es lenta, aunque
implacable. Ahí donde solía quedar tirado mi babydoll, a los pies del sofá, una
noche apareció un babycall para imponer el coitus interruptus como nueva
práctica amatoria. Quién puede concentrarse en obtener un orgasmo mientras el
crío llora desquiciado al otro lado del aparatito, te acordás que no enjuagaste
el sacaleche y el más grande pide auxilio porque no puede conectar la Play.
El
pasaje de pareja a familia puede resultar durísimo; demanda tiempo, energía y
entregar todos tus espacios: mi rincón de velitas aromáticas hoy lo ocupa un
aro de básquet, el cazador de sueños del balcón hubo que sacarlo para amurar un
tender. La guitarra de mil noches desveladas, improvisando canciones entre las
sábanas, transmutó en un parlante de computadora que oscila entre el sapo pepe
y piki-piki como alienante banda de sonido de la casa. El único intercambio
epistolar que conservo con mi marido se reduce a notitas pegadas en el corcho
de la cocina y un chat repleto de tareas domésticas y recordatorios. Cómo no
tener la libido hecha pedazos. Sumale los ronquidos, la remera apolillada que
él usa para dormir, mi bombacha con pelotitas de tan gastada, la tele a la hora
de la cena, la remisería 24hs en que nos convertimos cada fin de semana. ¿Sigo?
El último gesto de sensualidad que recuerdo es rozar con la yema de los dedos
su espalda… hasta encontrar y reventarle un granito.
Bienvenidas al nido lleno.
Es
así. No esperen guiños de comedia romántica en esta columna (obsérvese que ni
una vez se ha escrito aquí la frase hacer el amor). La realidad suele ser
bastante más dramática de lo que suponen esas encuestas que hablan de un
promedio de 103 encuentros sexuales al año como frecuencia “aceptable”, lo que
implicaría hacerlo ¡¡dos veces por semana!! -no se dan una idea de la cantidad
de cosas que puedo resolver en esos 15 minutos. ¿A quién fue a preguntarle esta
gente? Seguro que no a parejas con pibes en edad escolar. Puedo asegurar que el
dato no tiene ningún rigor científico pero, ya que estamos, hablemos de lo
fabulador que suele ser el argentino, más cuando se trata de sexo. Así que
basta de hipocresías que sólo sirven para sembrar discordia en el matrimonio y
correr detrás de una estadística coital. Lástima, no me quedó espacio para
escribir sobre el deseo. En definitiva, quién se acuerda de eso ya..
Valeria Sampedro.
Nota publicada en la Revista ParaTi (5/8/17)
Muy bueno!!. Sentí como quien va manejando en un camino con obstáculos 😉 porque uno al principio cede un espacio que luego va ampliándose!!.
ResponderEliminarExcelente Valeria. Así es. Y espera que llegue la adolescencia... abrazas!
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