Había que romper a pedazos el
modelo machista en un flamante siglo XX, en el que la lucha feminista era
todavía una gesta y cuando aun faltaban 15 años para que la mujer tuviera en Italia
derecho a votar. (Y pensar que para rechazar el mandato, a veces damos tantos
rodeos. Años de terapia para entender que el secreto es aprender a decir no). Rita Levi-Montalcini lo hizo cuando era
apenas una adolescente. Papá -le dijo-, no quiero ser ni madre, ni esposa. Quiero
ser científica. Don Adamo supo que no podría detenerla.
A esa chica menuda, que se
sentía un patito feo, tonta y poca cosa, le sobraba carácter. Se anotó en el
liceo masculino, el único que le permitía entrar después en la universidad;
pero nada de vestirse como varoncito: de sombrero y guantes, se presentaba
desafiante en el aula y tomaba apuntes sin prestar atención a las burlas.
De solo imaginarla, empezamos
a quererla un poco. A mujeres como esta, les debemos una porción de gratitud
por habernos allanado el camino. A Rita, en particular, por acallar a la sarta de misóginos que resistió su tarea
como investigadora durante más de medio siglo. Cuando ni la palabra misoginia
se había inventado.
Porque además de ejercer como
docente, la Montalcini
dio cátedra de entereza. En pleno régimen fascista, se le prohíbe por judía
practicar la medicina, y ella no duda: se deshace del tocador, descuelga sin
una pizca de nostalgia el póster de Humphrey Bogart y convierte su cuarto en un
laboratorio clandestino. Todavía faltaban 30 años para que la historia le diera
la razón.
A los 75, recibió el premio Nobel,
por su descubrimiento sobre cómo crecen y se renuevan las células del sistema
nervioso. Lo recuerda, mordaz, como “ese asunto que me hizo feliz, pero famosa”.
Mucho antes de que las arrugas
escondieran esos enormes ojos verdes, Rita Levi-Montalcini se obsesionaba con
el cerebro. La razón por sobre la belleza; la inteligencia como ejercicio. “Hay
que pensar” pregonaba, sin sospechar que llegaría a ver a sus pares de género
obsesionadas con inflarse el escote en nombre de la revolución femenina.
Ya lo dice su teoría: hombres y
mujeres tenemos el
hemisferio derecho menos desarrollado que el izquierdo y es el culpable de las
grandes desdichas de la humanidad; ahí se aloja nuestra parte instintiva, la
que nos hace desconfiar del diferente y nos diluye en ese colectivo informe
denominado masa(s).
Lúcida como
pocas, a los cien confesó que el secreto de su vitalidad era mantener la
curiosidad por el mundo. No hay que vivir recordando el tiempo pasado, sino
haciendo planes para el tiempo que nos quede, solía decir. Murió el 30 de diciembre
de 2012, a los 103.
Valeria Sampedro.
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