viernes, 16 de mayo de 2014

Rita Levi-Montalcini o la razón sobre la belleza

Había que romper a pedazos el modelo machista en un flamante siglo XX, en el que la lucha feminista era todavía una gesta y cuando aun faltaban 15 años para que la mujer tuviera en Italia derecho a votar. (Y pensar que para rechazar el mandato, a veces damos tantos rodeos. Años de terapia para entender que el secreto es aprender a decir no).  Rita Levi-Montalcini lo hizo cuando era apenas una adolescente. Papá -le dijo-, no quiero ser ni madre, ni esposa. Quiero ser científica. Don Adamo supo que no podría detenerla.

A esa chica menuda, que se sentía un patito feo, tonta y poca cosa, le sobraba carácter. Se anotó en el liceo masculino, el único que le permitía entrar después en la universidad; pero nada de vestirse como varoncito: de sombrero y guantes, se presentaba desafiante en el aula y tomaba apuntes sin prestar atención a las burlas.

De solo imaginarla, empezamos a quererla un poco. A mujeres como esta, les debemos una porción de gratitud por habernos allanado el camino. A Rita, en particular, por acallar a la sarta de misóginos que resistió su tarea como investigadora durante más de medio siglo. Cuando ni la palabra misoginia se había inventado.

Porque además de ejercer como docente, la Montalcini dio cátedra de entereza. En pleno régimen fascista, se le prohíbe por judía practicar la medicina, y ella no duda: se deshace del tocador, descuelga sin una pizca de nostalgia el póster de Humphrey Bogart y convierte su cuarto en un laboratorio clandestino. Todavía faltaban 30 años para que la historia le diera la razón.

A los 75, recibió el premio Nobel, por su descubrimiento sobre cómo crecen y se renuevan las células del sistema nervioso. Lo recuerda, mordaz, como “ese asunto que me hizo feliz, pero famosa”.

Mucho antes de que las arrugas escondieran esos enormes ojos verdes, Rita Levi-Montalcini se obsesionaba con el cerebro. La razón por sobre la belleza; la inteligencia como ejercicio. “Hay que pensar” pregonaba, sin sospechar que llegaría a ver a sus pares de género obsesionadas con inflarse el escote en nombre de la revolución femenina.

Ya lo dice su teoría: hombres y mujeres tenemos el hemisferio derecho menos desarrollado que el izquierdo y es el culpable de las grandes desdichas de la humanidad; ahí se aloja nuestra parte instintiva, la que nos hace desconfiar del diferente y nos diluye en ese colectivo informe denominado masa(s).

Lúcida como pocas, a los cien confesó que el secreto de su vitalidad era mantener la curiosidad por el mundo. No hay que vivir recordando el tiempo pasado, sino haciendo planes para el tiempo que nos quede, solía decir. Murió el 30 de diciembre de 2012, a los 103.

Valeria Sampedro.

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