Para él, el amor más que una experiencia era un estado de
ánimo. Y la búsqueda de felicidad casi nunca tenía el correlato épico que
quería para su vida. Así que normalmente estaba solo o, de a ratos, mal
acompañado.
Solía enamorarse desesperadamente. Hasta los huesos. Y era
un animal, puro instinto, nada de especular ni hacer cálculos de conveniencia;
se quedaba en carne viva, cada vez. Pero sus declaraciones de amor, tan
shakesperianas, asustaban a cualquiera que tuviera un mínimo sentido de
supervivencia. Hasta que se cruzó con ella. En la puerta de un cine arte,
bajo una lluvia torrencial. La vio encogida bajo el alero mínimo, con la mirada
absorta y moqueando, tres pañuelos hechos bollitos en la mano, sin paraguas.
Era hermosa. El lloraba también, por la película y por la mujer que tenía ahora
a dos metros y estaba a punto de conocer.
Todo era desmesurado en esa escena. El se paró frente a
ella, la miró fijo, se secó las lágrimas con la manga del buzo y le regaló su
sonrisa más tierna. Ya te quiero, le dijo. Y la invitó a tomar un café.
Valeria Sampedro.
#Microhistoriasdeamor
Tremendo!
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