Era sábado a la tarde, pleno invierno, ya casi oscurecía.
Discutían detalles de la división de bienes, quién se quedaría con la heladera,
quién con el televisor, si convenía desarmar el juego de sillones, qué harían
con la cama matrimonial.
Discutían todo esto sentados sobre la cama king size que
había sido escenario privilegiado de una gran historia de amor. Allí habían
pasado días enteros, en su mejor época de apareamiento, sin ver otras caras más
que las de ellos dos, sin salir más que para ir al baño o a la cocina a buscar
comida y volver corriendo a meterse bajo el acolchado, para seguir allí el
resto de la tarde, de la noche. Ahí miraron decenas de películas, se quedaron
charlando madrugadas enteras, cogieron como animales, hicieron el amor, lloraron,
discutieron, se insultaron, se reconciliaron, inventaron canciones, durmieron
abrazados, enroscados, se calentaron los pies, se hicieron cosquillas, se
sacaron fotos desnudos. Y fue ahí también donde empezó a notarse primero la
distancia.
Sobre esa
cama, entonces, es que estaban organizando detalles de la separación cuando él
le sacó a ella el anotador de la mano, tironeó para traerla hacia él y se
abrazaron fuerte.
Ella lloraba sin ruido pero el pecho era un escándalo de
latidos furiosos. Volvieron a mirarse a los ojos después de meses de ni
registrarse. Eran ellos. No los mismos, hace rato que se habían convertido en
otros. Pero eran ellos, ahí, abrazados por última vez.
Se besaron con hambre. Y cogieron divinamente. Como
entonces, como animales.
Valeria Sampedro.
#microhistoriasdeamor.
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